En la última década se ha logrado un considerable progreso en el campo de la psicoterapia, en lo que respecta a la evaluación de los efectos de esta última sobre la personalidad y conducta del cliente. En los últimos dos o tres años se han realizado avances adicionales, al identificar las condiciones básicas que, en la relación terapéutica, producen el efecto terapéutico y facilitan el desarrollo personal en el sentido de la madurez psicológica. En otras palabras, podemos decir que hemos logrado considerables adelantos en lo que se refiere al descubrimiento de los elementos de la relación que estimulan el desarrollo personal.
La psicoterapia no proporciona las motivaciones de este desarrollo o crecimiento. Por el contrario, ellas parecen inherentes al organismo, de la misma manera en que el animal humano manifiesta la tendencia a desarrollarse y madurar físicamente, siempre que se den condiciones satisfactorias mínimas. Pero la terapia desempeña un papel de gran importancia, pues libera y facilita esta tendencia del organismo hacia el desarrollo o madurez psicológicos, cuando ella se halla bloqueada.
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Se ha descubierto que el cambio personal se ve facilitado cuando el psicoterapeuta es lo que es; cuando en su relación con el cliente es auténtico y no se escuda tras una fachada falsa, y cuando manifiesta abiertamente los sentimientos y actitudes que en ese momento surgen en él. Hemos acuñado el término “coherencia” con el objeto de describir esta condición. Ello significa que los sentimientos que el terapeuta experimenta resultan accesibles para él, es decir para su propia percepción, y que, en caso necesario, es capaz de vivir estos sentimientos, serlos y comunicarlos. Nunca es posible satisfacer por completo esta condición; sin embargo, el grado de coherencia alcanzado será tanto mayor cuanto más logre el terapeuta aceptar lo que en él sucede, y ser sin temor la complejidad de sus sentimientos.
Algunas situaciones de la vida diaria nos revelan que cada uno de nosotros percibe de diversas maneras esta cualidad de las personas. Una de las cosas que nos molesta con respecto a los anuncios publicitarios que se difunden por radio y TV es que a menudo resulta perfectamente evidente, por el tono de voz, que el locutor está “fingiendo”, representando un papel, diciendo algo que no siente. Este es un ejemplo de incoherencia. Por otra parte, todos conocemos a ciertos individuos en quienes confiamos, porque sentimos que se comportan como son y, en consecuencia, sabemos que estamos tratando con la persona misma y no con su aspecto cortés o profesional. La investigación ha demostrado que la percepción de esta coherencia es uno de los factores que se asocian con una terapia exitosa. Cuanto más auténtico y coherente es el psicoterapeuta en la relación, tantas más probabilidades existen de que se produzca una modificación en la personalidad del cliente.
Mencionaremos ahora una segunda condición. El cambio también se ve facilitado cuando el terapeuta experimenta una actitud de aceptación, cálida y positiva, hacia lo que existe en el cliente. Esto supone, por parte del terapeuta, el deseo genuino de que el cliente sea cualquier sentimiento que surja en él en ese momento: temor, confusión, dolor, orgullo, enojo, odio, amor, coraje o pánico. Significa que el terapeuta se preocupa por el cliente de manera no posesiva, que lo valora incondicionalmente y que no se limita a aceptarlo cuando se comporta según ciertas normas, para luego desaprobarlo cuando su conducta obedece a otras. Todo esto implica un sentimiento positivo sin reservas ni evaluaciones. Podemos describir esta situación con la expresión respeto positivo e incondicional. Los estudios relacionados con este problema demuestran que cuanto más afianzada se halle esta actitud en el terapeuta, mayores serán las probabilidades de lograr el éxito de la terapia.
La tercera condición puede denominarse comprensión empática. Cuando el psicoterapeuta percibe los sentimientos y significados personales que el cliente experimenta en cada momento, cuando puede percibirlos desde “adentro” tal como se le aparecen al cliente y es capaz de comunicar a este
último una parte de esa comprensión, ello implica que esta tercera condición se ha cumplido.
Sospecho que todos hemos descubierto que este tipo de comprensión no se logra demasiado a menudo. Por el contrario, se recibe y se ofrece con poca frecuencia. En cambio, solemos brindar un tipo de comprensión muy distinto: “Comprendo lo que lo afecta”; “Comprendo sus razones para actuar así"; “También he pasado por lo mismo y reaccioné de modo muy diferente”. He aquí la clase de comprensión que habitualmente damos y recibimos: una comprensión valorativa y externa. Pero cuando alguien comprende cómo me siento yo, sin intentar analizarme o juzgarme, me ofrece un clima en el que puedo desarrollarme y madurar. La investigación confirma esta observación extraída de la vida diaria. Cuando el terapeuta puede captar momento a momento la experiencia que se verifica en el mundo interior de su cliente y sentirla, sin perder la disparidad de su propia identidad en este proceso empático, es posible que se produzca el cambio deseado.
Los estudios realizados con diversos clientes demuestran que cuando el psicoterapeuta cumple estas tres condiciones y el cliente las percibe en alguna medida, se logra el movimiento terapéutico; el cliente comienza a cambiar de modo doloroso pero preciso, y tanto él como su terapeuta consideran que han alcanzado un resultado exitoso. Nuestros estudios parecen indicar que son estas actitudes, y no los conocimientos técnicos o la habilidad del terapeuta, los principales factores determinantes del cambio terapéutico.
Fragmento del libro “El proceso de convertirse en persona” (1960) de Carl Rogers.
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